Momo

Una ciudad grande y una niña pequeña E n los viejos, viejos tiempos, cuando los seres humanos aún hablaban en otras lenguas, completamente diferentes, ya existían grandes y espléndidas ciudades en los países cálidos. En ellas se levantaban los palacios de reyes y emperadores, había calles anchas, callejones estrechos y callejuelas intrincadas, se alzaban templos magníficos con estatuas de dioses de oro y mármol; había mercados multicolores donde se ofrecían mercancías de todos los rincones del mundo, y plazas bellas y espaciosas en las que los ciudadanos se reunían para comentar las novedades y pronunciar o escuchar discursos. Y, sobre todo, había grandes teatros.
 Estos tenían un aspecto similar al de los circos actuales, salvo que estaban construidos en su totalidad con sillares de piedra. Las filas de asientos para los espectadores estaban dispuestas de manera escalonada, una encima de la otra, como en un gigantesco embudo. Vistas desde arriba, algunas de estas edificaciones tenían una forma redonda, otras más bien ovalada, y otras en cambio formaban un amplio semicírculo. Se las llamaba anfiteatros.
Había algunos que eran tan grandes como un estadio de fútbol, y otros más pequeños, en los que solo cabían unos pocos centenares de espectadores. Había algunos suntuosos, engalanados con columnas y figuras, y otros que eran sencillos y carecían de adornos. Los anfiteatros no tenían tejado, todo se desarrollaba a cielo abierto. Por eso, en los teatros suntuosos tendían tapices entretejidos de oro sobre las filas de asientos, para proteger al público de los ardientes rayos del sol o de imprevistos chubascos. En los teatros modestos, unas esteras de junco y paja cumplían la misma función. En una palabra: los teatros eran tal y como la gente se los podía permitir. Pero todos querían tener uno, ya que eran apasionados espectadores y oyentes.
 Y cuando escuchaban atentamente las vicisitudes emocionantes o cómicas que se representaban en el escenario, entonces experimentaban la sensación de que aquella vida interpretada era, de manera inexplicable, más real que su propia vida cotidiana. Y disfrutaban escuchando con deleite esa otra realidad.
Han transcurrido milenios desde entonces. Las grandes ciudades de aquella época se han desmoronado, los templos y los palacios han quedado derruidos. El viento y la lluvia, el frío y el calor han pulido y desgastado las piedras, y de los grandes teatros quedan tan solo algunos vestigios. En los muros más agrietados, las cigarras cantan ahora su monótona canción, que suena como si la tierra respirase en sueños.
Pero algunas de esas viejas y grandes ciudades siguen siendo grandes ciudades hoy en día. Naturalmente, la vida en ellas es bien distinta a la de antaño. La gente se traslada en automóviles y tranvías, tiene teléfono y luz eléctrica. Pero aquí y allá, entre las modernas edificaciones, perviven aún un par de columnas, una puerta, un fragmento de muralla o incluso un anfiteatro de aquellos lejanos tiempos. Y en una de estas ciudades transcurrió la historia de Momo.
En las afueras, en el extremo meridional de esta gran metrópoli, allá donde dan comienzo los primeros campos, y las cabañas y las casas son cada vez más míseras, se encuentran, escondidas en un bosquecillo de pinos, las ruinas de un pequeño anfiteatro. En aquellos tiempos tampoco se contaba entre los ostentosos; digamos que ya por aquel entonces era un teatro para gente más bien humilde. En nuestros días, es decir, en la época en la que tuvo su comienzo la historia de Momo, las ruinas habían caído casi totalmente en el olvido. Solo un par de profesores universitarios de arqueología tenían constancia de su existencia, pero ya no les interesaban, porque allí ya no había nada más que investigar. Tampoco era un monumento que se pudiera comparar a otros que había en la gran ciudad. Así pues, por allí solo se extraviaban de vez en cuando algunos turistas que subían y bajaban por los sillares cubiertos de hierba, hacían ruido, disparaban una fotografía para el recuerdo y se iban de nuevo. Después el silencio retornaba al círculo de piedra, y las cigarras entonaban la siguiente estrofa de su interminable canción, que, por lo demás, en nada se diferenciaba de la anterior.
En realidad, solo conocían esta curiosa edificación circular las gentes de los alrededores. Allí apacentaban a sus cabras, los niños usaban el círculo central para jugar a la pelota, y a veces, por la noche, era el punto de encuentro de las parejas de enamorados.